Yo
tengo una vida tranquila, monótona, pero tranquila.
Me levanto temprano todas las mañanas. Abro mi
quiosquito de diarios a las seis, llueva, truene o haga un frío que hiele hasta
los huesos. Aunque sean muy pocos los que me compren el diario a tan tempranas
horas, sigo repitiendo este horario desde hace veinte años.
Siempre los mismos clientes, siempre las
mismas facturas de la panadería de enfrente, siempre lo mismo.
Por eso me sorprendió tanto que en esa fría mañana
de julio, ni bien había abierto “Don Agustín” (mi quiosquito), aparecieran tres
patrulleros, una camioneta de un canal de televisión y un auto muy lujoso.
Todos estacionaron a mi lado. Los primeros en
bajar fueron los policías e, inmediatamente, colocaron unas cintas amarillas que
cruzaban toda la calle de vereda a vereda, encerrando mi quiosquito. No aguanté
la curiosidad, así que les pregunté qué era lo que estaba pasando. Me ignoraron
y se pusieron a dirigir el tránsito. Luego bajó un señor gordito del auto
lujoso, y se puso a gritar como loco que dónde estaba su cuadro. Una señorita
rubia y menuda que bajó después de él trataba de tranquilizarlo. Por último, de
la camioneta bajaron un hombre con un micrófono y otro con una cámara. Sin duda
alguna, acá pasó algo.
Le pregunté al reportero. Me dijo que habían
robado un cuadro bastante importante de un museo hacía dos días, y notificaron
anónimamente que se encontraba aquí, en esta calle.
Qué raro, no me había enterado de nada.
Al hombre gordo le volvió su
ataque de histeria, y vino hasta mí para gritarme que dónde estaba su cuadro.
Traté de tranquilizarlo. Le dije que respirara
hondo. Me miró mal, pero me hizo caso. Luego, se presentó. Augusto Cervantes,
director del Museo Nacional de Arte Decorativo. Me tendió la mano. Don Agustín,
dueño del quiosco de diarios “Don Agustín”, para servirle, y le respondí el
saludo.
Me contó lo del robo y luego me preguntó si yo
sabía algo de una posible aparición de la pintura. Le contesté que no, que yo
recién llegaba de mi casa, y no había notado nada extraño.
Apareció el oficial y me ordenó que cerrara el
quiosco y que me fuera. Supuse que debía hacerle caso, así que empecé ordenar
todo para irme. El director del museo me dijo que cualquier noticia que
tuviera, por favor me comunicara con él, y me dio su tarjeta.
Caminé dos cuadras y llegué a la confitería de
Natalia. Saludé y me senté en una mesa. Junto a un ventanal. Pedí un café con
medialunas y el diario de hoy. Me trajeron el diario. En primera plana: “Roban
un cuadro del Museo Nacional de Arte Decorativo”. Busqué la página donde
estuviera la noticia completa. “Roban un cuadro… Los cuadros eran traídos desde
Italia… “Maraviglie Della Marche” ese era el nombre de la exposición… El cuadro
robado es “María Magdalena” de Carlo Crivelli…”. Junto a la noticia, había una
imagen de la pintura.
Me trajeron el desayuno y me tomé mi tiempo,
ya que ese día no tendría que trabajar. Terminé de desayunar y emprendí el
regreso a casa.
Cuando llegué, encontré la puerta
entreabierta. La abrí completamente y entré. Cual fue mi sorpresa al ver todo
tirado. Muebles, papeles, vasos, etc. No lo podía creer. No se habían llevado
nada. Sólo dieron vuelta todo.
Comencé a ordenar. Pasada una hora, aún tenía
mucho por hacer. Sonó el teléfono. Atendí. Del otro lado, una persona me dijo
que no volviera al trabajo mañana. Si no quería que algo malo me pasara, tendría
que quedarme en casa. Antes de cortar, me preguntó si había encontrado algo
raro en el quiosco. Le dije que no, pero por alguna razón, todo eso me sonó al
robo del cuadro. Y ahí, “se hizo la luz”. Este hombre robó el cuadro y por
alguna razón, lo escondió en el quiosco. Alguien lo vio, y denunció el
escondite. Luego, el ladrón pretende asustarme, para que yo no vuelva al
quiosco y pueda recuperar lo que robó.
Pero yo no me asusto con facilidad. Llamé al número
que se encontraba en la tarjetita que me dio el director del museo.
Le conté lo que me había pasado, lo del
llamado misterioso y mis sospechas. Me dijo que en quince minutos pasaría a
buscarme en un auto para llevarme a mi quiosco.
Llegó y me agradeció por mi colaboración.
Ya en el quiosquito, me puse a revisar cada
rinconcito. Era muy pequeño, así que si se quiere esconder algo, no sería muy
difícil encontrarlo. Mal lugar señor ladrón.
Pero, al contrario de lo que esperaba, no
encontré nada. Ni una tapa oculta, ni un túnel secreto. Entonces, ¿dónde estaba
el cuadro?
Miré a Augusto, pero no me devolvió la mirada.
Estaba sentado en un banquito, escondiendo la cara en sus manos. Pobre, en que
lío estaba metido.
Me volví a mi casa, desilusionado.
Seguí con mi trabajo de ordenar. Pero mi
cabeza no dejaba de dar vueltas al asunto del robo de la obra. Algo no
encajaba. Obviamente, el ladrón no podía llevarse el cuadro así como así. Además,
¿cómo pudo burlar la seguridad del museo?
La pintura era grande, así que de alguna
manera, así que de alguna manera tuvo que “achicarla”. En las películas, cortan
la pintura por el borde y luego la enrollan. Así es fácil de transportar, y
pasaría inadvertida.
Pero en mi quiosco no hay ningún lugar para
esconder una pintura enrollada. Salvo que…
Agarré mis llaves y volé hasta el quiosco.
Cada mañana, cuando llego al quiosco, cuelgo
un cartel de mi banda favorita, los Redondos, en la parte trasera de “Don Agustín”.
Y cuando cierro, lo enrollo y lo dejo en un rincón. Y si… ¿Y si la pintura
estaba enrollada junto a mi póster?
Llegué, y solo quedaban el director del museo,
su secretaria y los policías.
Ahí estaba, mi póster. Y a su lado… Nada. Nada.
No estaba. ¡¡Carajo!!
Pateé el piso.
Escuché el molesto ruido que hacen los “venenitos”
de los árboles al golpear contra el techo de plástico de mi quiosquito. ¿Plástic…o?
Si el techo era de metal…
Pedí una escalera a la ferretería de enfrente,
y subí al techo del quiosco. En lugar del metal de siempre, había una capa de
acrílico cubriendo todo el techo. Y debajo, un papel.
Bajé y les conté mi descubrimiento. Los policías
se encargaron de quitar el acrílico, y cuál fue la sorpresa de todos al ver que
bajaban con la pintura.
Augusto se puso a llorar. Por la emoción,
creo.
Rápidamente, la enrollaron y la pusieron
dentro de un tubo, para ser llevada directamente al museo.
Limpiándose las lágrimas, se acercó a mí y me
tendió la mano. Me agradeció inmensamente mi colaboración, y me dijo que
cualquier cosa que necesitara, el estaría dispuesto a ayudarme. Me ofreció una
recompensa, pero me negué. Fue un placer haber sido de ayuda.