viernes, 2 de noviembre de 2012

"Una extraña resolución para un buen caso" - Trabajo de lengua.


 Yo tengo una vida tranquila, monótona, pero tranquila.
 Me levanto temprano todas las mañanas. Abro mi quiosquito de diarios a las seis, llueva, truene o haga un frío que hiele hasta los huesos. Aunque sean muy pocos los que me compren el diario a tan tempranas horas, sigo repitiendo este horario desde hace veinte años.
 Siempre los mismos clientes, siempre las mismas facturas de la panadería de enfrente, siempre lo mismo.
 Por eso me sorprendió tanto que en esa fría mañana de julio, ni bien había abierto “Don Agustín” (mi quiosquito), aparecieran tres patrulleros, una camioneta de un canal de televisión y un auto muy lujoso.
 Todos estacionaron a mi lado. Los primeros en bajar fueron los policías e, inmediatamente, colocaron unas cintas amarillas que cruzaban toda la calle de vereda a vereda, encerrando mi quiosquito. No aguanté la curiosidad, así que les pregunté qué era lo que estaba pasando. Me ignoraron y se pusieron a dirigir el tránsito. Luego bajó un señor gordito del auto lujoso, y se puso a gritar como loco que dónde estaba su cuadro. Una señorita rubia y menuda que bajó después de él trataba de tranquilizarlo. Por último, de la camioneta bajaron un hombre con un micrófono y otro con una cámara. Sin duda alguna, acá pasó algo.
 Le pregunté al reportero. Me dijo que habían robado un cuadro bastante importante de un museo hacía dos días, y notificaron anónimamente que se encontraba aquí, en esta calle.
 Qué raro, no me había enterado de nada.
Al hombre gordo le volvió su ataque de histeria, y vino hasta mí para gritarme que dónde estaba su cuadro.
 Traté de tranquilizarlo. Le dije que respirara hondo. Me miró mal, pero me hizo caso. Luego, se presentó. Augusto Cervantes, director del Museo Nacional de Arte Decorativo. Me tendió la mano. Don Agustín, dueño del quiosco de diarios “Don Agustín”, para servirle, y le respondí el saludo.
 Me contó lo del robo y luego me preguntó si yo sabía algo de una posible aparición de la pintura. Le contesté que no, que yo recién llegaba de mi casa, y no había notado nada extraño.
 Apareció el oficial y me ordenó que cerrara el quiosco y que me fuera. Supuse que debía hacerle caso, así que empecé ordenar todo para irme. El director del museo me dijo que cualquier noticia que tuviera, por favor me comunicara con él, y me dio su tarjeta.
 Caminé dos cuadras y llegué a la confitería de Natalia. Saludé y me senté en una mesa. Junto a un ventanal. Pedí un café con medialunas y el diario de hoy. Me trajeron el diario. En primera plana: “Roban un cuadro del Museo Nacional de Arte Decorativo”. Busqué la página donde estuviera la noticia completa. “Roban un cuadro… Los cuadros eran traídos desde Italia… “Maraviglie Della Marche” ese era el nombre de la exposición… El cuadro robado es “María Magdalena” de Carlo Crivelli…”. Junto a la noticia, había una imagen de la pintura.
 Me trajeron el desayuno y me tomé mi tiempo, ya que ese día no tendría que trabajar. Terminé de desayunar y emprendí el regreso a casa.
 Cuando llegué, encontré la puerta entreabierta. La abrí completamente y entré. Cual fue mi sorpresa al ver todo tirado. Muebles, papeles, vasos, etc. No lo podía creer. No se habían llevado nada. Sólo dieron vuelta todo.
 Comencé a ordenar. Pasada una hora, aún tenía mucho por hacer. Sonó el teléfono. Atendí. Del otro lado, una persona me dijo que no volviera al trabajo mañana. Si no quería que algo malo me pasara, tendría que quedarme en casa. Antes de cortar, me preguntó si había encontrado algo raro en el quiosco. Le dije que no, pero por alguna razón, todo eso me sonó al robo del cuadro. Y ahí, “se hizo la luz”. Este hombre robó el cuadro y por alguna razón, lo escondió en el quiosco. Alguien lo vio, y denunció el escondite. Luego, el ladrón pretende asustarme, para que yo no vuelva al quiosco y pueda recuperar lo que robó.
 Pero yo no me asusto con facilidad. Llamé al número que se encontraba en la tarjetita que me dio el director del museo.
 Le conté lo que me había pasado, lo del llamado misterioso y mis sospechas. Me dijo que en quince minutos pasaría a buscarme en un auto para llevarme a mi quiosco.
 Llegó y me agradeció por mi colaboración.
 Ya en el quiosquito, me puse a revisar cada rinconcito. Era muy pequeño, así que si se quiere esconder algo, no sería muy difícil encontrarlo. Mal lugar señor ladrón.
 Pero, al contrario de lo que esperaba, no encontré nada. Ni una tapa oculta, ni un túnel secreto. Entonces, ¿dónde estaba el cuadro?
 Miré a Augusto, pero no me devolvió la mirada. Estaba sentado en un banquito, escondiendo la cara en sus manos. Pobre, en que lío estaba metido.
 Me volví a mi casa, desilusionado.
 Seguí con mi trabajo de ordenar. Pero mi cabeza no dejaba de dar vueltas al asunto del robo de la obra. Algo no encajaba. Obviamente, el ladrón no podía llevarse el cuadro así como así. Además, ¿cómo pudo burlar la seguridad del museo?
 La pintura era grande, así que de alguna manera, así que de alguna manera tuvo que “achicarla”. En las películas, cortan la pintura por el borde y luego la enrollan. Así es fácil de transportar, y pasaría inadvertida.
 Pero en mi quiosco no hay ningún lugar para esconder una pintura enrollada. Salvo que…
 Agarré mis llaves y volé hasta el quiosco.
 Cada mañana, cuando llego al quiosco, cuelgo un cartel de mi banda favorita, los Redondos, en la parte trasera de “Don Agustín”. Y cuando cierro, lo enrollo y lo dejo en un rincón. Y si… ¿Y si la pintura estaba enrollada junto a mi póster?
 Llegué, y solo quedaban el director del museo, su secretaria y los policías.
 Ahí estaba, mi póster. Y a su lado… Nada. Nada. No estaba. ¡¡Carajo!!
 Pateé el piso.
 Escuché el molesto ruido que hacen los “venenitos” de los árboles al golpear contra el techo de plástico de mi quiosquito. ¿Plástic…o? Si el techo era de metal…
 Pedí una escalera a la ferretería de enfrente, y subí al techo del quiosco. En lugar del metal de siempre, había una capa de acrílico cubriendo todo el techo. Y debajo, un papel.
 Bajé y les conté mi descubrimiento. Los policías se encargaron de quitar el acrílico, y cuál fue la sorpresa de todos al ver que bajaban con la pintura.
 Augusto se puso a llorar. Por la emoción, creo.
 Rápidamente, la enrollaron y la pusieron dentro de un tubo, para ser llevada directamente al museo.
 Limpiándose las lágrimas, se acercó a mí y me tendió la mano. Me agradeció inmensamente mi colaboración, y me dijo que cualquier cosa que necesitara, el estaría dispuesto a ayudarme. Me ofreció una recompensa, pero me negué. Fue un placer haber sido de ayuda.

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